Por Juan Pablo Proal
Siempre me he dicho, o tratado de convencer, de que mi colonia favorita de la Ciudad de México es la Del Valle. Y siempre me he querido persuadir de que es la zona donde más disfruto andar en bici. Aunque en realidad, cuando salgo de mi casa para dar un paseo o realizar una compra, siempre elijo el rumbo contrario. Me aventuro hacia la Roma, la Condesa, Reforma, la Juárez, la Obrera, el Centro o la Doctores.
Me gusta ver vida. Mujeres rubias y esculpidas que jamás advierten -ni advertirán- mi paso. Cerrajerías y carnicerías abiertas. Y tal vez alguna tienda aún no descubierta que venda algo que necesitaba y no sabía. Pequeñas cantinas que me coquetean sin lograr seducirme. Hordas de transeúntes que amenazan con consumar la revolución, aunque en realidad solo caminan hacia sus deberes.
Gozo las tardes de sol de una ciudad que, a veces, no le pide nada a un bosque de cuento de hadas. Intento elucubrar pensamientos que engañen a mi dolido espíritu artístico. Cuando un desquiciado claxon me quiere apartar del camino. Generalmente es una camioneta o coche grande, conducido por una señora rabiosa. Una vez que despejo el paso siempre la veo con ánimo de venganza y reproche; ella, a su vez, me dirige una rápida mirada displicente, para, metros más adelante, pelear con su próximo rival.
¿La estorbaba o tengo derecho a ocupar mi carril, a circular en un espacio tan amplio como ella? Lo segundo. Pero no importa. La batalla frente a la esquizofrenia está perdida. La ansiedad reina. Todos quieren cumplir. Ganar dinero rápido. Pagar cuentas. Soñar con ser virreyes. Cumplir con las normas de los libros de autoayuda. Ganar una competencia irremediablemente perdida.
Más adelante me subiré a una banqueta. O me pasaré un alto -porque puedo-. O tomaré media calle en sentido contrario. Y me reprenderé. Me diré que nosotros, los ciclistas, somos diferentes. Somos anarquistas y bohemios. Cabos de la batalla contra el petróleo y el calentamiento global. Me motivaré a hacerlo menos. Y lo cumpliré parcialmente. Hasta que otro ciclista se tope en mi camino en sentido contrario, escuchando reguetón con una bocina amarrada al manubrio. Y lo odiaré. Y los odiaré.
Todos somos cafres en algún momento del camino. Necesitamos ayuda, terapia, asesoría, sanación.
No hay prisa por llegar. Todos estaremos en el mismo destino. Y cuando menos lo esperemos y deseemos, llegaremos a él.
Me animo a rodar por la Del Valle. Me cuesta convencerme, pero allá voy. Veo sus banquetas y casas solas. Sin antros, pobres de comercios y transeúntes bellas. El sol pega más fuerte. Y me aburro. Cuánto me gusta, sí, pero la mañana siguiente y todos los días posteriores la relegaré al olvido. Hasta que me tope con esas hormigas rabiosas y esas mujeres histéricas que me hacen odiar lo que la humanidad ha hecho con la humanidad.