POR JUAN PABLO PROAL
Entré a mi cuenta personal de Facebook y me arrojó un mensaje que decía algo así como: “Tu cuenta ha sido bloqueada por violar las políticas de publicación”. Enseguida arrojaba una opción para apelar, en la que me solicitaba enviar una fotografía con una identificación oficial; completado este paso, la plataforma me envió otro mensaje que más o menos decía lo siguiente: “Nuestros agentes están muy ocupados, revisaremos tu caso, pero tal vez no nos dé tiempo de hacerlo”.
Horas y días después, obsesivamente entraba para ver si la plataforma había analizado mi caso, pero no había respuesta y sí una alerta constante: “Esta cuenta se eliminará dentro de los siguientes 30 días”.
De entrada, me preocupó en demasía, al grado de mantenerme intranquilo todo el tiempo. En primer lugar, porque tengo una agencia de marketing digital, y desde mi perfil administro campañas de muchos clientes; en segundo lugar, porque tengo un capital superior a los 4 mil “amigos”, soy propietario de varias páginas de Facebook, además de fotos que guardan memorias de mis últimos 10 ó 12 años de existencia.
No recuerdo haber violado una sola política de Facebook. Evito pelearme u ofender a desconocidos, publicar fotografías de desnudos o similares, o incitar a la violencia contra algún grupo racial. Tampoco comparto noticias falsas.
Busqué en Google y encontré muchos artículos, tanto en inglés como en español, de personas que habían sufrido experiencias similares. Que, de la nada, les fue eliminada su cuenta. La cosa se pone aún peor cuando corroboras que Facebook no tiene ninguna política de atención al cliente personalizada. Todo es a través de formularios y robots. Uno le otorga acceso a información privilegiada y personal, ellos lucran con esos datos, pero uno recibe a cambio un pésimo servicio al cliente, por no decir nulo.
Días después mi cuenta en automático se activó. No hubo un mensaje o explicación previa.
Este episodio me hizo pensar en lo frágil que son nuestras “posesiones” digitales. De la nada perdí a contactos que estimo, viejos compañeros de la preparatoria, o de algún trabajo anterior, de quienes no conservo teléfonos, direcciones y que muchas veces usan sinónimos que mi mente no es capaz de recordar.
Los días que estuve sin cuenta de Facebook mi Spotify dejó de tener un nombre de perfil y, en cambio, aparecía un número, como película de ciencia ficción. No pude entrar a un par de plataformas más que me ayudan en mi trabajo y se enlazan directamente con Facebook.
No quiero pensar qué me habría pasado si me hubiese ocurrido algo similar con mi cuenta de Gmail o con la de Twitter, donde tengo más de 12 mil seguidores; esfuerzo de más de una década de intentar construir una reputación digital.
Me percaté que tampoco soy dueño de mi música. Conservo unos cuantos discos compactos rayados, y todo lo que escucho recurrentemente está almacenado en mi cuenta de Spotify. Y gran parte de mi trabajo esencial, en Google Drive.
Si uno googlea unos minutos encontrará miles de casos de personas que, arbitrariamente, han perdido acceso a alguna de sus cuentas de correo o redes sociales. Podría parecer una anécdota frívola, pero no lo es en la medida de que nuestro trabajo y relaciones cotidianas pertenecen a la esfera digital, en la que no tenemos ni voz ni voto, y de la que podemos ser desechados en cualquier momento.
Espero que este post no amerite una o algún otro medio digital donde sea difundido. Es terrorífico que creamos que vivimos en unos tiempos de plena libertad, cuando somos esclavos de algoritmos, de una censura radical, y de herramientas que no poseemos, sino nos poseen.