Por Juan Pablo Proal
Veo la publicación de una cuenta de Twitter que me llamó la atención, entro a su perfil y descubro que esa persona me ha dejado de seguir. Me pongo a pensar en las razones de su acto; jamás lo ofendí personalmente, incluso convivimos en el pasado y tenía la impresión de que nos procurábamos cierto aprecio o camaradería. Pero no me sigue más.
Soy humano, mentiría si dijera que no me pega en el ego. ¿Por qué me dejaste de seguir? ¿No que éramos buenos cuates? Lo entendería si te hubiese traicionado, si te hubiese agredido, si te hubiese faltado al respeto, pero nada de eso ocurrió. Pronto, surge la hipótesis más real de la razón detrás del hecho: El contenido que publico en mi cuenta.
Y es que es obvio que a algunas personas les puede gustar lo que uno publique, pero otras pueden molestarse. Más si ejerces la libertad de expresión, o si muestras claramente tu posición política o tu crítica hacia alguna figura pública o suceso coyuntural. Y esto es muy común.
En Twitter es cotidiano que las personas bloqueen o dejen de seguir a otras porque piensan diferente. Incluso ha llegado a ser tendencia que cierta figura pública bloquea al por mayor a otras.
No nos gusta que alguien piense diferente a nosotros. Queremos un mundo de pensamiento único y homologado. Si tienes una postura paralela a la mía, eres un ignorante, careces de argumentos, eres cómplice de algún grupo político corrupto, o eres un conservador -o liberal- detestable.
Este discurso único, favorecido por los algoritmos de las redes sociales que nos muestran lo que nos gusta y consumimos con regularidad, mantiene al mundo polarizado. Somos incapaces de aceptar la diferencia, de discutir, de pensar, de ceder, de aceptar que nuestra ideología o políticos predilectos tienen defectos o pueden estar equivocados.
Sin discusión no hay libertad, ni verdad, además de que es absurdo pensar que existirá un día en que todos piensen igual -aunque al sistema totalitario le encantaría-. Somos hijos de padres diferentes, de un contexto social y geográfico diverso, con una genética y personalidad rica en opciones.
Mientras no existan agresiones o ataques directos, no tenemos por qué recurrir al infantil recurso de taparnos los ojos y los oídos ante la diversidad del otro. Esta actitud solo propicia un ambiente de odio, de polarización, de segregación.
Aceptémoslo: No todos pensamos igual. Y eso no nos hace malvados o estúpidos.